sábado, 8 de noviembre de 2014

una acuarela - o dos-




Estoy en la cama aún con los ojos cerrados. Es demasiado temprano para levantarme pero ya estoy despierto. Por algún motivo que desconozco empiezo a pensar en las acuarelas. Me imagino el trazo del pincel que va dibujando, por ejemplo: una pierna, una pantorrilla en realidad; reservando un lugar para poner luego el zapato. Y a continuación dibujo la otra. Lo mismo. Del espacio en blanco que he dejado para la blusa sale la mancha roja que es el cojín. Ya casi está. Un par de manchas más... ¡es Begoña, la madre de Ana! sentadita frente a mí con las dos manos unidas sobre la falda.

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Me pregunto si vivir puede ser tan sencillo como pintar una acuarela. La respuesta es “sí”


Pienso en qué es lo que caracteriza al acto de pintar una acuarela (o un kakemono) y la respuesta que destaca de entre todas las posibles es la de “unidad”. Iba a escribir “concentración” y en el último momento me ha salido “unidad”. Es casi lo mismo. Sólo estamos el pincel, el trazo y yo. Si me apuras únicamente el trazo. En el trazo nos reunimos todos: el modelo, los materiales – papel, color, pincel- y yo mismo. Y todos somos lo mismo. Somos uno en el trazo. Estamos concentrados totalmente en la tarea. El resultado no importa. El “porqué” tampoco está ya.


Amanece. Me voy a pasear con los perros. Ooshi intentó subirse en mi regazo pero no me dejaba escribir así que tuvo que conformarse con recogerse a mi lado. Benita se colocó perfecta en el brazo del sillón de mi madre como una acuarela viva. Decía “píntame”


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