Estoy en la cama aún con los ojos
cerrados. Es demasiado temprano para levantarme pero ya estoy despierto. Por
algún motivo que desconozco empiezo a pensar en las acuarelas. Me imagino el
trazo del pincel que va dibujando, por ejemplo: una pierna, una pantorrilla en
realidad; reservando un lugar para poner luego el zapato. Y a continuación
dibujo la otra. Lo mismo. Del espacio en blanco que he dejado para la blusa
sale la mancha roja que es el cojín. Ya casi está. Un par de manchas más... ¡es
Begoña, la madre de Ana! sentadita frente a mí con las dos manos unidas sobre
la falda.
.
Me pregunto si vivir puede ser tan
sencillo como pintar una acuarela. La respuesta es “sí”
Pienso en qué es lo que caracteriza al
acto de pintar una acuarela (o un kakemono) y la respuesta que destaca de entre
todas las posibles es la de “unidad”. Iba a escribir “concentración” y en el
último momento me ha salido “unidad”. Es casi lo mismo. Sólo estamos el pincel,
el trazo y yo. Si me apuras únicamente el trazo. En el trazo nos reunimos
todos: el modelo, los materiales – papel, color, pincel- y yo mismo. Y todos
somos lo mismo. Somos uno en el trazo. Estamos concentrados totalmente en la
tarea. El resultado no importa. El “porqué” tampoco está ya.
Amanece. Me voy a pasear con los perros.
Ooshi intentó subirse en mi regazo pero no me dejaba escribir así que tuvo que
conformarse con recogerse a mi lado. Benita se colocó perfecta en el brazo del
sillón de mi madre como una acuarela viva. Decía “píntame”
.
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