viernes, 1 de mayo de 2015

te quiero una babaridad









Hace un par de días  encontré en el camino un par de caracoles que estaban... bueno:  lo que sea que hacen los caracoles cuando quieren reproducirse. Tan entregados estaban a lo suyo que  no se percataban del peligro que corrían al haber elegido para sus afanes justo la mitad del camino. Peligro no sólo de que alguien les machacara de un pisotón sino también de morir deshidratados. Aunque el día anterior había llovido, ya no quedaba rastro de humedad en el suelo polvoriento y  la pared de hiedra más cercana quedaba muy lejos de su alcance. A lo mejor justamente por hallarse perdidos y en la inminencia de una muerte abrasadora  era por lo que habían decidido entregarse sin más a aquello que sea que hacen los caracoles. Quien sabe. Eran tan sólo dos piedrecillas redondas envueltas en una colcha de babas. Me compadecí y los recogí del suelo adelantándome a “Curra” que parecía tener su propio plan y los dejé con cariño entre las húmedas hojas de hiedra. Sólo me llevó cinco pasos ser   bueno.





Pero  en todo  el resto del paseo no dejé de pensar en los caracolitos. En lo bonitos que resultaban a pesar de las babas y en lo extraño de que estuvieran allí . Sobre todo pensaba en lo providencial de que yo les hubiera encontrado antes de oír el  crujido bajo mi suela.  Como le ocurre a muchas personas a  sin un propósito definido en la vida, tengo tendencia a fantasear con la realidad y a ver señales y encontrar en ellas  explicaciones sui géneris . Consideré por tanto que  no había sido  justo ni oportuno con el Destino habiendo devuelto a los caracoles a la seguridad de su tapia sin más.  De tal modo, ya de regreso al pasar por la hiedra, me arrodillé a ver si encontraba una segunda oportunidad de rescate.  Y sí, allí estaban, haciendo  lo mismo de antes. Tengo que reconocer que no fui yo  quien los encontró esta vez, sino “Curra”, que adivinando mi interés no sólo no se los comió sino que me miró con su tremenda inteligencia, como diciendo “No sé por qué pero creo que es esto lo que buscas”.  Bien por “Curra”.





Así que recogí a los  amantes  babeantes y me los llevé  en la palma de la mano. Tomé  un poco de hiedra para montar un lecho apropiado y al llegar a casa  los coloqué en un plato en mi mesa de trabajo en el estudio. Y pinté esta ilustración que estás viendo aquí. 










Los caracoles estuvieron a lo suyo un buen rato. Por lo menos un par de horas más. Ensayaban vueltas y giros aunque en esencia con bastante parsimonia. Por fin acabaron con aquello y cada uno se fue a un extremo del plato. Pero luego, enseguida y pásmate con lo que voy a decirte, volvieron a reunirse en el borde de la misma   hoja y allí se recogieron cada uno en su concha, sí; pero muy juntitas; tocando umbral con umbral como si hubieran decidido ser lo primero que vieran al despertar.  Les dejé así y seguí con lo mío, porque aunque no tenga un propósito, sí que tengo un montón de tareas estúpidas e inútiles en su mayor parte, pero de las que no me puedo sustraer y que además me ocupan la mayor  parte del día. De modo que no me acordé de los caracoles hasta la noche. ¿Estarían bien? ¿Habrían comido? Y por cierto... ¿qué comen los caracoles? Había  dado por sentado que comen hiedra y que se darían un festín al despertar recuperados de los ardores concupiscentes; pero... ¿ y si no?  Me dio rabia tener que recurrir a la Wikipedia. Hacía poco que había visto en la tele un extenso documental de gasterópodos y sobre ese dato debí quedarme dormido. Recordaba sin embargo  aquel otro fascinante acerca  del hermafroditismo de los caracoles y también que aún no se sabe qué es lo que hace que en un encuentro como el que yo había preservado, un caracol actúe como macho y otro como hembra.  Tampoco yo había  descubierto ninguna conclusión.





 La Wikipedia informaba que los caracoles comen vegetales preferiblemente en descomposición. ¡Maldita sea: yo les había preparado un banquete de brotes tiernos! Y  también encontré otro dato aún más intranquilizador: comen de noche, son de hábitos nocturnos. Esto quería decir casi con seguridad que mis caracoles se habrían despertado con hambre y al no haber nada podrido a su alrededor se habrían ido incautamente en su busca. Y así fue. Irrumpí en el estudio y encendí la luz: el plato estaba vacío y los brotes de hiedra sin tocar. Ni rastro de los caracoles.





Aún no sé dónde estarán. Les he buscado por todas partes pero en  mi estudio hay un montón de esquinas, recovecos y rincones donde un caracol puede perderse para siempre hasta fallecer en una lenta agonía por sed e inanición. La he jodido pero bien.




2 comentarios:

ana dijo...

Una historia muy tierna de la que se pueden sacar muchas moralejas o enseñanzas.
El cuadro de los caracoles es maravilloso, y los colores de la "babaridad" son una alucinación de la pasión hecha imagen.

Seguro que andan arrastrándose entre bastidores, pegados a algún lienzo, disfrutando del arte de tu naturaleza.
Un abrazo,
ana

Esther Cossío dijo...

No te aflijas, forma parte de nuestra carga genética meter la pata hasta sobaco tratando de hacer el mayor de los bienes. Sólo echa un vistazo a la historia. ;)