Hace un par de días encontré en
el camino un par de caracoles que estaban... bueno: lo que sea que hacen los caracoles cuando quieren reproducirse.
Tan entregados estaban a lo suyo que no se
percataban del peligro que corrían al haber elegido para sus afanes justo la mitad del camino. Peligro no sólo de que alguien les machacara de un pisotón sino
también de morir deshidratados. Aunque el día anterior había llovido, ya
no quedaba rastro de humedad en el suelo polvoriento y la pared de hiedra más cercana quedaba muy lejos
de su alcance. A lo mejor justamente por hallarse perdidos y en la inminencia
de una muerte abrasadora era por lo que habían decidido entregarse
sin más a aquello que sea que hacen los caracoles. Quien sabe. Eran tan sólo dos piedrecillas
redondas envueltas en una colcha de babas. Me compadecí y los recogí del suelo
adelantándome a “Curra” que parecía tener su propio plan y los dejé con cariño
entre las húmedas hojas de hiedra. Sólo me llevó cinco pasos ser bueno.
Pero en todo el resto del paseo no dejé de pensar en los caracolitos. En lo bonitos que resultaban a pesar de las babas y en lo extraño de que estuvieran
allí . Sobre todo pensaba en lo providencial de que yo les
hubiera encontrado antes de oír el crujido bajo mi suela. Como le ocurre a muchas personas a sin un propósito definido en la vida, tengo tendencia a
fantasear con la realidad y a ver señales y encontrar en ellas explicaciones sui géneris . Consideré por tanto que no había
sido justo ni oportuno con el Destino habiendo devuelto a los caracoles a la seguridad de su tapia sin más. De tal modo, ya de regreso al pasar por la hiedra, me
arrodillé a ver si encontraba una segunda oportunidad de rescate. Y sí, allí estaban, haciendo lo mismo de antes. Tengo que
reconocer que no fui yo quien los
encontró esta vez, sino “Curra”, que adivinando mi interés no sólo no se los
comió sino que me miró con su tremenda inteligencia, como diciendo “No sé por
qué pero creo que es esto lo que buscas”.
Bien por “Curra”.
Así que recogí a los amantes babeantes y me
los llevé en la palma de la mano. Tomé un poco de hiedra para
montar un lecho apropiado y al llegar a casa los coloqué en un plato en mi mesa de
trabajo en el estudio. Y pinté esta ilustración que estás viendo aquí.
Los caracoles estuvieron a lo suyo
un buen rato. Por lo menos un par de horas más. Ensayaban vueltas y giros
aunque en esencia con bastante parsimonia. Por fin acabaron con aquello y cada uno
se fue a un extremo del plato. Pero luego, enseguida y pásmate con lo que voy a
decirte, volvieron a reunirse en el borde de la misma hoja y allí se recogieron cada uno en su concha, sí; pero muy
juntitas; tocando umbral con umbral como si hubieran decidido ser lo primero
que vieran al despertar. Les dejé así y
seguí con lo mío, porque aunque no tenga un propósito, sí que tengo un montón
de tareas estúpidas e inútiles en su mayor parte, pero de las que no me puedo
sustraer y que además me ocupan la mayor
parte del día. De modo que no me acordé de los caracoles hasta la noche.
¿Estarían bien? ¿Habrían comido? Y por cierto... ¿qué comen los caracoles? Había dado
por sentado que comen hiedra y que se darían un festín al despertar recuperados de los ardores concupiscentes; pero... ¿ y si no? Me dio rabia tener que recurrir a la
Wikipedia. Hacía poco que había visto en la tele un extenso documental de
gasterópodos y sobre ese dato debí quedarme dormido. Recordaba sin embargo aquel otro fascinante acerca del hermafroditismo de los caracoles y
también que aún no se sabe qué es lo que hace que en un encuentro como el que
yo había preservado, un caracol actúe como macho y otro como hembra. Tampoco yo había descubierto ninguna conclusión.
La Wikipedia informaba que los caracoles comen vegetales
preferiblemente en descomposición. ¡Maldita sea: yo les había preparado un
banquete de brotes tiernos! Y también
encontré otro dato aún más intranquilizador: comen de noche, son de hábitos
nocturnos. Esto quería decir casi con seguridad que mis caracoles se habrían
despertado con hambre y al no haber nada podrido a su alrededor se habrían ido
incautamente en su busca. Y así fue. Irrumpí en el estudio y encendí la
luz: el plato estaba vacío y los brotes de hiedra sin tocar. Ni rastro de los
caracoles.
Aún no sé dónde estarán. Les he
buscado por todas partes pero en mi estudio hay un montón de esquinas, recovecos
y rincones donde un caracol puede perderse para siempre hasta fallecer en una
lenta agonía por sed e inanición. La he jodido pero bien.
2 comentarios:
Una historia muy tierna de la que se pueden sacar muchas moralejas o enseñanzas.
El cuadro de los caracoles es maravilloso, y los colores de la "babaridad" son una alucinación de la pasión hecha imagen.
Seguro que andan arrastrándose entre bastidores, pegados a algún lienzo, disfrutando del arte de tu naturaleza.
Un abrazo,
ana
No te aflijas, forma parte de nuestra carga genética meter la pata hasta sobaco tratando de hacer el mayor de los bienes. Sólo echa un vistazo a la historia. ;)
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