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La noche que murió mi madre mandaron de la funeraria a un individuo muy joven y muy amable para hacerse cargo de los primeros trámites. Durante un ratito que se me hizo eterno me informó y me fué guiando acerca de las primeras decisiones que había que tomar. Todo lo hizo muy bien. La verdad es que yo también se lo puse fácil. Supongo que le proporcioné uno de los “servicios” más llevaderos de su trayectoria. El caso es que al finalizar le agradecí por todo y entonces, en confianza, me preguntó si acaso yo era pintor y si los cuadros que había por todas partes eran míos... y a continuación me informó de que su hermana también era pintora y de lo difícil que le resultaba esta vida. Yo me abstuve de comentar lo que a mí me parecía la suya y coincidí con que vivir de la pintura es complicado. Entonces va el tío y me enseña por el móvil lo que pinta su hermana. Me asomo a la pantalla y veo una cabeza de cebra. ¡Una cabeza de cebra! Yo, que me creo que estoy pintando la Capilla Sixtina, resulta que me encuentro a la par que la hermana que pinta cabezas de cebra – no muy bien , por cierto- y que lucha por salir adelante.
Esta mañana me ha venido todo esto a la
memoria en medio del pánico de despertar. Casi todos los días siento el mismo
momento de angustia. No me consuela considerar que pinto algo más que cebras porque
me temo que a los ojos del común de la gente no hay diferencias. El caso es que ni
unos ni otros tenemos cabida en este mundo . Solo que entonces... ¿ dónde ir?
Según mi nuevo reloj de 10€ son las ocho
de la mañana. A donde tengo que ir ahora mismo es a sacar de paseo a los
perros. Luego ya veremos. Hoy me quedaría aquí todo el día escribiendo.
Ya hemos regresado. No creo que me quede todo el día, ni siquiera que remotamente pueda
hacerlo; pero al menos un buen rato me lo voy a permitir. Un buen rato es hasta
que yo quiera. Curra ya ha tomado posiciones y Gaspar busca acomodo. Estoy sentado en el rincón que
más me gusta. Aquí me siento acogido. Esta habitación es un lugar pequeño,
bonito y silencioso que he ido creando casi sin darme cuenta a base de tiempo y
azar. Cuando me acomodo en esta esquina me digo a mí mismo “ya está”. No sé
exactamente a qué me refiero pero creo que se trata de haber llegado al mejor lugar.
Te preguntarás “¿el mejor lugar para
qué?” Pues al mejor lugar para todo. El mejor lugar para estar cuando estar y
ser se confunden. Esto no pasa casi nunca, por lo menos en castellano y sin
embargo es lo que siempre debería ocurrir. Sólo así las acciones tendrían
sentido.
Aquí estoy pues en la esquina de mi
habitación, junto a la ventana y miro el cuadro de Jose que desde su
habitación, en su cama, me mira a mí. ¿Curioso, no? Jose era capaz de estar
horas en su cuarto sin hacer nada. Solamente estando. Miraba desplazarse por la
pared los doblones de sol que las persianas dejaban pasar y leía. Fuera de ese
cuarto Jose no se desenvolvía tan bien. A sus ojos, claro. A los ojos de los
demás era pura eficacia. Pero para él las tareas eran algo antipático e
impuesto que había que cumplir. Un sinsentido.
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No es fácil vivir siempre y en cualquier
parte como desde el mejor lugar. Y sin embargo hay que intentarlo, proponérselo
y conseguirlo porque de otro modo puedes acabar pintando cabezas de cebra sin
saber porqué lo haces y darte cuenta de que has tirado tu tiempo, o sea tu
vida, a la basura. De donde nadie te va a sacar.