lunes, 12 de mayo de 2014

kakemonos uno de cinco



El domingo de la semana pasada me levanté bien temprano y me fui a la Casa de Campo a coger flores.  La cosa no es tan bucólica como parece porque la noche anterior había trasnochado y...todo lo demás… y mi cuerpo no estaba para dar saltitos; pero no quedaba más remedio que esforzarse porque mi querido amigo Adrián iba a cumplir años y quería hacerle un regalo que no le pusiera en un compromiso. No le gusta que gastemos dinero en agasajarle. Por otra parte tampoco tengo un duro así que lo que hay es lo que hay y un ramo de flores silvestres es gratis.  Naturalmente que para coger flores no hace falta madrugar...pero entonces no has de sorprenderte si al llegar a  casa el fruto de la cosecha está lacio y moribundo. Además, cuando salgo a por flores lo hago a lo grande: me llevo un cubo con agua y voy sumergiendo los tallos para que no noten el cambio. Si no se hace de esta forma las caprichosas amapolas- mis favoritas- no aguantan ni un asalto por más que la mañana esté aún fresca. Sé que hay otros trucos pero el cubo es el que más me agrada pese a los inconvenientes. A las flores también les viene bien porque las amapolas y todas las demás pasan del capullo a la semilla tan contentas frente a mi caballete, ofreciendome su belleza para que las pinte
 
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Porque  en cuanto llego a casa se me olvida la intención de hacer un ramo con ellas y lo que quiero es pintarlas así, tal cual, sin ni siquiera ordenarlas o colocarlas un poco. ¿Para qué? La belleza natural de las flores – ni la de nada-  necesita de  artificios. Lo que resulta  un alivio. No estoy en contra de los arreglos florales ni del Ikebana ni nada de eso, pero lo que yo quiero es poder agradecer a las cosas tal cual son. Ya me parece bastante complicación madrugar un domingo con resaca para salir de casa haciendo equilibrios con un cubo y  traerlo de vuelta hora y media más tarde con las narices hinchadas por la alergia, cuando si fuera coherente, podría igualmente honrar la belleza natural de las cosas pintando...¿qué se yo?... lo primero que viera al despertar... Pero dejémoslo. ¿Quién es tan coherente? En cualquier caso todo se andará. No renuncio; pero poco a poco. De momento pese a las incomodidades las flores me lo ponen fácil....
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...Relativamente. ¿Has intentado pintar una flor? ¿Y un montón de ellas? ¿Y sus tallos y hojas, entrelazándose entre sí y mezclándose unas con otras? No es sencillo pero si consigues hacerlo fácil la sensación es maravillosa. El otro día leí en el estupendo “De qué hablo cuando hablo de correr” de Murakami, que el autor decía de sí mismo que pertenece a ese tipo de personas que hasta que no ha puesto su pensamiento por escrito no sabe lo que piensa ( o siente) acerca de las cosas.   A mí me ocurre algo semejante con el acto de mirar. (Mi pensamiento es tan liviano que se me va olvidando a medida que lo anoto). Hasta que no pinto algo no puedo decir realmente que lo he visto o al menos que lo he intentado porque... ¿de verdad te has parado a mirar detenidamente una flor?... La vista no alcanza, ¿verdad?
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