Hace algunos años, no muchos, me ofrecieron exponer en una galería que proyectaba abrirse en Barcelona. Contesté que sí sin pensarlo porque Barcelona tiene pocos recuerdos para mí pero todos de mucha intensidad. Era bonito tener una excusa para volver y recordar. Al cabo de unos meses pude ir a visitar las obras de la futura galería. Aún era verano, llegué por la tarde y busqué alojamiento en el barrio de donde vienen mis recuerdos: el barrio de La Barceloneta, junto al mar. Ganas tenía de asomarme a verlo, sin embargo, lo que quedaba del día tuve que ocuparlo en gestiones y se me hizo de noche. Pero no me importó: en los viajes me gusta llegar cuando oscurece, sentir la presencia del sítio sin poderlo ver, y amanecer temprano a descubrir donde he llegado antes de que el lugar note que estoy allí. Por eso ni bien salía el sol me acerqué al paseo marítimo, bastante emocionado, para asomarme al mar.
El reencuentro me colmó.
Cuando volví a mi casa, a mi estudio y a mi vida... me puse enseguida a pintar. No había tomado fotos; no en ese momento porque providencialmente me había olvidado la cámara, así que pinté con la memoria que me iba indicando si el color era acertado, si la luz la misma que ponía, si el espacio era el que era.
Capas de memoria sobre capas de pintura, una y otra vez, hasta escuchar en una misma voz: “¡suficiente!”
a kike.
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